Alexandra Lestón & Yaatsil Guevara González
Durante décadas, miles de personas provenientes de Centroamérica se han visto forzadas a abandonar sus hogares debido a la extrema violencia, pobreza y marginación a que se enfrentan en sus países de origen. México se ha convertido cada vez más en un lugar de refugio para ellos. En este blog (también se publicó en inglés y alemán) presentamos diversos testimonios sobre cómo personas refugiadas centroamericanas viven y sobrellevan la crisis de la pandemia de COVID-19 en territorio mexicano.
“…Tengo mi sueño de poder estudiar así como lo hacía en Honduras… siempre he querido estudiar para ser alguien en la vida pero lamentablemente en Honduras me sacaron, por las pandillas, por las maras, que lamentablemente en Honduras es lo que mas hay, lo que más habitan.” (Román, 11 de mayo, 2020)
Esta es la respuesta de Román a una entrevista que tuvimos con él a través de WhatsApp el 11 de mayo de 2020. El nombre de Román, así como todos los nombres de las personas entrevistadas este texto, son pseudónimos. Román es un joven refugiado hondureño de 16 años que vive en México desde julio de 2019. Èl forma parte de las aproximadamente 500.000 personas que se calcula que cruzan la frontera sur de México cada año para refugiarse de los sistemas económicos devastados y de la extrema violencia social que caracterizan a los países centroamericanos de Honduras, El Salvador y Guatemala.
Román, como muchas otras personas de Centroamérica, se vio obligado a abandonar su hogar y huir hacia México en julio de 2019. Tras un arduo viaje, llegó a un albergue para migrantes en Tenosique, Tabasco, una ciudad fronteriza del sur de México situada a sólo 60 km de Guatemala. En el albergue, Román aprendió sobre su derecho a buscar refugio en México y con el apoyo del equipo jurídico del albergue, inició su solicitud de refugio.
La solicitud de refugio de Román fue aprobada y, tras vivir siete meses en el albergue para migrantes, recibió el apoyo de amigos que le ayudaron a viajar a Monterrey, una ciudad metropolitana del estado septentrional de Nuevo León. En el refugio donde vivió Román, el acompañamiento legal para solicitantes de refugio ha aumentado masivamente desde 2013, una estadística que se refleja también en las tendencias nacionales. Para personas como Román, la obtención de la condición de refugiado se ha convertido prácticamente en la única forma de transitar por México de manera segura (aunque lleve más tiempo), así como en la opción más viable para quienes buscan “asentarse” en México y abandonar el objetivo de llegar a los Estados Unidos.
Aquí, es importante situar el creciente interés de las personas migrantes por solicitar refugio en México como una respuesta estratégica a las políticas de externalización de la frontera de los Estados Unidos hacia México: políticas que han hecho que el tránsito por México sin estatus migratorio legal se torne imposible, y a menudo mortal. Desde 2001, los Estados Unidos han financiado los esfuerzos de México por detener la migración de tránsito centroamericana a través de una serie de políticas, muchas de las cuales se adoptaron bajo el pretexto de planes de desarrollo económico o de seguridad nacional. Políticas como Plan Sur (2001), Plan Mérida (2008), Plan Frontera Sur (2014), o bien la Declaración Conjunta de los Estados Unidos y México (2019) han ido reforzando y militarizando cada vez más las rutas migratorias usadas tradicionalmente, lo que a su vez ha orillado a los migrantes centroamericanos a transitar por rutas clandestinas a menudo controladas por los cárteles de la droga. A lo largo de estas rutas, los migrantes son vulnerables a las agresiones, los secuestros, la violencia sexual e incluso los asesinatos en masa, como en los casos de las masacres de San Fernando (2010) y Cadereyta (2012) en los estados de Tamaulipas y Nuevo León. Esta tendencia a implementar políticas que obligan a los migrantes a tomar rutas más peligrosas, aumentando su probabilidad de “fracaso” de cruce y de muerte, ha sido conceptualizada por algunos autores como “efecto embudo” [Funnel Effect], “geografía de la disuasión” [Geography of deterrence] o “Hybrid Collectif”. Aunque estos conceptos surgieron principalmente de estudios empíricos sobre la frontera entre los Estados Unidos y México, cada vez más reflejan también las condiciones en que los migrantes transitan por México.
Obligados a enfrentarse a la violencia estructural de las políticas de externalización y disuasión de los Estados Unidos y la dificultad de transitar por México, los hombres, mujeres y niños que se ven forzados a huir de sus hogares en Centroamérica han acudido cada vez más a México en busca de protección: en el año 2013, 1,296 personas iniciaron solicitudes de refugio en México; en 2019, el número total de solicitantes de refugio fue de 70.302. Eso significa un aumento de más del 5000% en seis años. Sin embargo, el aumento no ha sido proporcional en la asignación del presupuesto federal al sistema de asilo, que depende en gran medida del financiamiento de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR). De igual modo, México tampoco ha abordado el acceso de los solicitantes de refugio y refugiados a derechos básicos como la vivienda, el trabajo, la educación o los servicios de salud. Si bien la legislación mexicana garantiza la igualdad de acceso a los derechos e instituciones públicas a todas las personas presentes en el territorio mexicano, independientemente de su condición migratoria o su nacionalidad; en la práctica, el colapso institucional, la discriminación y el sentimiento anti-inmigrante caracterizan ampliamente las interacciones de las personas refugiadas con todos los niveles del Estado mexicano.
Sin embargo, en todo México, miles de personas migrantes -con o sin estatus de refugiado- inventan diariamente sus propias estrategias de supervivencia e integración. ¿Pero cómo se ven afectadas estas estrategias por la pandemia de COVID-19? ¿Cómo hacen frente las personas, que ya están bajo constantes desafíos de supervivencia, a las políticas de confinamiento y restricción derivadas de la pandemia de COVID-19?
Con estas preguntas en mente, pasamos las últimas semanas contactando a través de la distancia a amigos y contactos que habíamos conocido durante nuestro trabajo anterior en albergues para migrantes. Por teléfono, en notas de voz, a través de WhatsApp, mensajes de texto y de Facebook, ellas y ellos compartieron con nosotros sus experiencias, perspectivas y esperanzas sobre el futuro después del confinamiento. Aquí, les agradecemos su confianza y colaboración.
Figura 1. Mapa del corredor migratorio El Salvador, Guatemala, Honduras – México, Estados Unidos. Fuente y ©: “El chino”, mayo de 2020.
El 3 de junio de 2020 había 97.326 casos confirmados de COVID-19 en México, con 10.637 muertes. Además de abarrotar los hospitales, y afectar a los trabajadores esenciales y a las economías locales y mundiales, la pandemia también ha dejado en el limbo a miles de personas migrantes en todo México. El Instituto Nacional de Migración (INM) ha suspendido la tramitación de todas las visas, tarjetas de residencia y otros documentos migratorios, mientras que la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR)suspendió hasta el 18 de mayo la tramitación de las solicitudes de refugio. Muchos albergues para migrantes y otras organizaciones de ayuda humanitaria han cerrado, dejando a los migrantes en tránsito y a las personas refugiadas más vulnerables (como los menores no acompañados, como Román) a que se las arreglen por sí mismos. El desempleo y el subempleo también han repercutido en sus medios de sustento, en un contexto caracterizado por la práctica discriminatoria y el amplio mercado de trabajo informal (que se estima que emplea al 57% de los trabajadores de México).
Ema, de 26 años de edad, huyó de su casa en El Salvador acompañada por su madre y su hermana en marzo de 2019. Aunque se les concedió oficialmente la condición de refugiadas en julio de 2019, las autoridades migratorias todavía no han tramitado su residencia permanente:
“Actualmente obtuve la condición de refugiada. Sigo en la Ciudad de México, ya que estamos esperando la tarjeta de residencia, ya que tuvimos un problema en el proceso y nunca obtuvimos la tarjeta de residencia. La estábamos procesando antes de que llegara el virus, pero se quedó en pausa por la pandemia… Si necesitara identificarme, no podría. O por algún trámite legal, como la renta de la casa donde estamos viviendo, no puedo hacerlo a mi nombre. Está al nombre de una persona, de un amigo… pero si quiero hacer las cosas por mi misma no puedo.” (Ema, 12 de mayo, 2020)
Al igual que Ema, Román también ha quedado varado en un limbo migratorio; se le concedió la condición de refugiado en el año 2019, pero no ha podido terminar de tramitar su residencia permanente. Como menor no acompañado, la pandemia también ha afectado su acceso a redes de apoyo humanitario vitales que podrían ayudarle a obtener la residencia y poder volver a la escuela:
“… una familia que es de Honduras, son mis amigos, me ayudaron a llegar hasta acá [Monterrey]. Y ellos están alquilando, yo estoy viviendo con ellos mientras pasa la pandemia. Mientras pasa el COVID-19, para yo poder estar en una casa de refugiado para que me ayuden a estudiar y enseñar algún oficio… Y pues me encantaría, la verdad me encantaría poder seguir estudiando. Tengo mis papeles de estudio, tengo mi constancia de refugiado. Migratoriamente no estoy regulado pero cuando termine esto espero que todo continúe mejor y yo poder regularme migratoriamente. Me encantaría, vuelvo a repetir, me encantaria estudiar, seguir estudiando me encanta, la informática me encanta, todo sobre computacion. Ayudas de organizaciones como ACNUR o COMAR no tengo. Cuando estuve sacando los papeles me ayudaron pero actualmente no tengo ninguna ayuda de ellos.” (Román, 11 de mayo, 2020)
Afortunadamente, Román ha recibido la solidaridad de otra familia de refugiados hondureños que, en el momento de nuestra entrevista, todavía tenía un empleo parcial. Sin embargo, el impacto económico para los adultos que trabajan, especialmente los que viven en la Ciudad de México (el epicentro del brote de COVID-19 en México), no es insignificante. Sebastián, un hombre salvadoreño de 36 años, trabaja desde 2017 en la Ciudad de México en una empresa que le ofrece trabajos “de oficio varios como eléctrico, plomero, construcción… Decidí establecerme en la Ciudad de México por motivos de trabajo y tengo un permiso de estancia temporal que me otorgó el Instituto Nacional de Migración” (Sebastián, 18 de mayo, 2020). Cuando le preguntamos cómo la pandemia de COVID-19 ha afectado a la comunidad migrante, respondió: “…el flujo migratorio ha disminuido mucho por miedo a contagiarse, y el desempleo también se ha visto que ha golpeado a la comunidad migrante” (Sebastián, 18 de mayo, 2020).
A Apolonia, que trabaja como guardia de seguridad privada en centros comerciales de la Ciudad de México, se le dijo en febrero que se quedara en casa y no fuera a trabajar por tiempo indefinido. Huyó de Honduras en 2016 y vive en la Ciudad de México desde 2017, pero cuando comenzó el brote de COVID-19 en la Ciudad de México, regresó a la ciudad fronteriza meridional de Tenosique, Tabasco, donde vive actualmente con una amiga:
“Fíjese que estoy con psicosis de este virus, estoy que me duele el pecho, que me duele aquí, que me duele allá, si me he sentido un poco agripada por el cambio de clima tal vez, pero estoy como apendejada… si estaba en el DF, por eso es que me vine [a Tenosique] [risas].” (Apolonia, 13 de mayo, 2020)
En nuestra entrevista de mayo, Apolonia describió cómo la pandemia ha afectado a las redes de solidaridad y a la migración de tránsito a lo largo de la frontera sur de México:
[El albergue en Tenosique] “está cerrado desde marzo… Aquí no hay gente, estos pueblos están cerrados, la gente aquí más bien se quiere regresar [a Centroamérica]. Lo que hacen [las autoridades] es que la van a dejar al El Ceibo y ahí entran a un albergue y de ahí se van para su país, a nada van, a perder el tiempo. Ahí salió una señora el otro día del albergue [en Tenosique] que se iba a ir y dicen que decía que iba para Monterrey y es que las enganchan [los coyotes] a las pobres. Si moverse en estos días en esos buses… solo va uno a que lo bajen [por el Instituto Nacional de Migración], ya todo cambió pero la gente no quiere entender, piensa que uno se los dice por egoísmo. Demasiado control, todos estos pueblos están prácticamente cerrados.” (Apolonia, 13 de mayo, 2020)
El retrato de Apolonia sobre el movimiento migratorio a lo largo de la frontera sur de México es breve pero esclarecedor: al igual que en el contexto europeo, el confinamiento provocado por la pandemia de COVID-19 ha frenado en gran medida los flujos migratorios y complicado los procesos de deportación internacional. En Estados Unidos se han suspendido los procedimientos de cortes en materia de inmigración y, actualmente los migrantes detenidos en la frontera entre los Estados Unidos y México son devueltos sistemáticamente a México, independientemente de su nacionalidad. Asimismo, las autoridades mexicanas han sido señaladas por organizaciones de derechos humanos por transportar en autobuses a las personas migrantes hacia la frontera entre México y Guatemala y abandonarlas allí. El tránsito a través de México también se ha complicado mucho por el temor al contagio y el número de puestos de control locales destinados a impedir la transmisión del virus entre diferentes ciudades y pueblos. Finalmente, salir de Centroamérica se ha vuelto prácticamente imposible debido a los cierres autoritarios que han sellado las fronteras nacionales y han restringido enormemente los movimientos de sus ciudadanos y el acceso a las necesidades básicas dentro de sus países.
Eunice, una persona migrante de 38 años de edad que regresó de México a Honduras en 2015, compartió con nosotros su situación en San Pedro Sula (Honduras):
“Y pues si, aquí estamos restringidos en mi país, los fines de semana se cierra todo, todo lo que está funcionando que es supermercados, las bodegas donde venden comestibles, donde venden granos, carnes, cosas así, las farmacias si es lo único que están abiertos, y los bancos. Ya lo que son centros comerciales, tiendas y todo eso no están abiertos. Entonces los fines de semana se cierra todo, ni los supers, ni supermercado ni nada están abiertos. Y si te dejan entrar al supermercado si es tu terminación [en el documento de identificación personal], si está en permiso vigente de que puedas entrar y de que puedas salir. El número de mi hija es terminación 0 y le tocó salir hoy, yo soy terminación 6 y me tocó salir el lunes. Pagamos para que nos puedan transportar al supermercado o al banco y ya podés estarte muriendo de hambre, podés decir que tus hijos no tienen nada [para comer] y que no tienes nada en tu casa, igual no te dejan salir, no te dejan entrar a los super, te detienen si te ven en la calle, te detienen, llevan presa.” (Eunice, 15 de mayo, 2020)
Sin duda, la pandemia ha afectado a todos los rincones del mundo, desde la quiebra de grandes empresas globales hasta el colapso de los mercados y los sistemas de salud de algunos países. Pero la pandemia de COVID-19 también ha exagerado las condiciones de miseria y marginación en las que viven millones de personas como consecuencia de la desigualdad que produce nuestro sistema político-económico actual.
En el caso de las personas refugiadas centroamericanas que viven en México, la pandemia de COVID-19 ha restringido aún más su ya limitado acceso al mercado laboral y al sistema de educación pública, haciendo más precarias sus condiciones de vida. También ha dejado a miles de personas en un limbo legal y migratorio: desde aquellos cuyos procesos de refugio o residencia han sido suspendidos temporalmente, hasta aquellos que han sido abandonados en la frontera sur de México, pasando por aquellos cuyo tránsito se ha estancado. Sin embargo, en un contexto tan difícil, es importante destacar la importancia de las redes de solidaridad que las personas migrantes tejen durante su tránsito o asentamiento (temporal) en México. La familia hondureña que Román conoció en el camino se ha convertido temporalmente en la suya; en el caso de Apolonia, viejas amistades le permitieron escapar del epicentro de la pandemia en la Ciudad de México. Ema, que no pudo tramitar su residencia mexicana antes de la pandemia, encontró una amiga dispuesta a firmar el contrato de alquiler de su apartamento, asegurándose así de que ella y su familia tendrían un lugar seguro para resistir la cuarentena. Ante la total ausencia de apoyo del Estado, las organizaciones locales no gubernamentales y las organizaciones de base han prestado históricamente una asistencia central para la supervivencia de las personas migrantes. Sin embargo, a medida que la pandemia de COVID-19 ha ido paralizando la operatividad de la “industria del rescate” en México, los lazos de solidaridad que los migrantes construyen a lo largo de sus trayectorias biográficas surgen como mecanismos de resistencia, supervivencia estratégica y apoyo mutuo. Estos mecanismos permiten, además, la persistencia de la esperanza incluso en circunstancias desoladoras:
“… Y ojala si Dios quiera bueno, al pasar de esta pandemia sea de mucha bendición, de mucha prosperidad. Sobre todo para amigos, familiares,… quizá después de esto pues nos vamos a levantar con el esfuerzo y el trabajo, cada uno, pues, creo que vamos a salir adelante.” (Alexander, 13 de mayo, 2020)
Figura 2. Foto de los alimentos distribuidos por el gobierno hondureño a las familias durante la pandemia de COVID-19. Fuente y ©: Eunice, mayo de 2020. San Pedro Sula, Honduras
El presente texto también se publicó en inglés y alemán. Muchas gracias a Aniela Jesse, asistente estudiantil del Instituto de Investigaciones Migratorias y Estudios Culturales (IMIS) de la Universidad de Osnabrück, Alemania, por la traducción al alemán. Las autoras tuvieron a su cargo los textos en español y en inglés.
Acotaciones:
*Hacemos uso del término “refugiado” para resaltar la naturaleza forzada de los flujos migratorios provenientes de Centroamérica. Aunque los migrantes centroamericanos no sean reconocidos oficialmente como “refugiados” ante el Estado mexicano, nuestra postura defiende que todas las personas migrantes procedentes de estos países han sido “expulsadas” (por conflicto, violencia o extrema pobreza), y como tales, son merecedoras de protección.